Comunicación presentada al IV Congreso Mundial de Gastronomía y el Vino celebrado en Sevilla en septiembre de 2002, integrada dentro de la Ponencia sobre el Aceite de Oliva presentada por los académicos de Jaén
José María Suárez Gallego
Miembro de la Academia Andaluza de Gastronomía y del Vino
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Es el gastrónomo a fin de cuentas aquel que hace de la buena mesa y la palabra dos amantes sempiternamente reconciliadas, pues con ambas sublima a la categoría de arte y pilar de la cultura la triste necesidad de tener que comer para vivir.
No es una casualidad de la Historia el feliz hecho de que fueran Grecia y Roma, respectivamente creadoras de la Filosofía y del Derecho, las que primero otorgaron patente de prestigio a una primera personalidad social culinaria, la del cocinero, capaz de hacer posible la reconciliación eterna del buen comer con la palabra. Justo es que nos paremos un instante a meditar, ahora que pretendemos hablar de cocina mediterránea, sobre la feliz coincidencia de que la Filosofía y el Derecho nacieran precisamente en los pueblos que supieron hacer de la parafernalia de reunirse a comer todo un arte.
Académicos de la Andaluza de Gastronomía por Jaén, miembros de la Ponencia sobre el Aceite de Oliva presentada en el IV Congreso Mundial de Gastronomía y el Vino celebrado en Sevilla el mes de septiembre de 2002
Griegos y romanos conforman junto a la influencia semita en las riberas del Mediterráneo, las patas culturales que sostienen las trébedes –en muchos sitios de Andalucía las llamamos castizamente las estrebes, termino más relajado y menos redicho que el que nos oficializa la Real Academia Española-- donde cuece desde hace siglos, y sigue cociendo a su amor, el puchero en el que se guisa y se avía la cocina mediterránea, que es tanto como decir el santo y seña y primer soporte de la cultura intercultural –y no siempre bien avenida-- del Mediterráneo.
El gran triunfo de la cocina mediterránea, no ha sido sólo alumbrar en la cultura sajona, envuelta en el celofán y los colorines de unas muy bien organizadas campañas de marketing, todo hay que decirlo, las bondades de la dieta mediterránea, sino por el contrario, la culinaria del Mediterráneo sigue siendo el acicate reivindicativo por el que se sigue practicando una cultura que además de para alimentarnos tres veces al día, como Dios manda, y como ya reivindicaba también la cultura china hace tres milenios, lo hagamos nutricionalmente bien y, sobre todo, gozando de ello, a modo y manera de como muy bien hubiera podido expresar uno de los mejores gastrónomos de la gramática parda que cabalga por nuestra cultura popular, el bueno de Sancho Panza: “Pues sepa vuesa merced, mi señor Don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas”. Y ese y no otro, apreciados grastronauta, es el triunfo de la cocina mediterránea, comer sano y con conocimiento, sin renunciar a los placeres --voluptuosos y hasta transgresores-- del paladar.
Pero no todo ha sido fácil en la andadura de la cocina mediterránea desde que griegos y romanos, por un lado, y semitas por otros, pusieron a cocer juntos –no siempre en armonía— sus pucheros, sus cazuelas y sus tajines. La historia posterior al descubrimiento de la Filosofía y el Derecho, nos traería a partir del siglo III el desplome del Imperio Romano, pero Atila, y por extensión todas las hordas de la cultura que los pueblos invadidos llamaron barbara, nos trajo la fusión de dos culturas culinarias antagónicas que ha dado lugar a lo que hoy conocemos como la cocina mediterránea que se cuece en el siglo en curso. La cultura latina, defensora del equilibrio entre viandas, y protectora del mundo vegetal surgido de la agricultura, y la cultura germánica que propugna el exceso alimentario y las viandas de la caza que nos provee el bosque.
Los latinos imaginaban el paraíso, el Edén, como un jardín con huerto exuberante de vegetales que además de admirarse podían comerse. Los bárbaros –dicho sea en la acepción más pura de extranjeros de la época—, por su parte, habían hecho del bosque que no pudieron conquistar las legiones romanas, el escenario de sus mitos, repletos de carne y cerveza que se consumía sin moderación. El mundo latino buscaba la exquisitez partiendo del trigo, la vid y el olivo. El entorno germánico pensaba en un enorme jabalí dorándose a las brasas en pleno bosque del que podían comer sin parar con abundante cerveza, o vino sin aguar.
De estas dos formas de entender la culinaria surgió nuestra cocina occidental, estructurada durante la Edad Media y el Renacimiento. Nació lo que hemos dado en llamar nuestra cocina mediterránea: aquella que se basa en una diversidad alimentaria surgida de la hábil combinación y sabia mezcla de las viandas, con la conjunción de los vegetales del huerto del paraíso latino, y la carne del mítico bosque germánico, juntos y revueltos en amorosa e idílica coyunda.
La llegada de aquellos extranjeros del norte que el imperio decadente llamó bárbaros, hizo posible al fin y a la postre, que la herencia de la cocina romana se custodiara, sublimándose, en los conventos medievales junto al latín. “In vino véritas” habremos de oír en los claustros monacales entre códices, lagares, oraciones de misacantanos y porqué no, entre eructos agradecidos de frailes goliardos.
El gran Carême, que fue en los comienzos del siglo XIX en Francia el cocinero de los reyes, al mismo tiempo que el rey de los cocineros, escribió a propósito del desmantelamiento por los bárbaros del norte de la cultura culinaria del Imperio Romano: "Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social". Fue entonces cuando la cocina se refugió en los conventos junto al latín del imperio caído, manteniéndose así hasta que no comenzó a presentirse el Renacimiento, momento en el que reyes y emperadores (nuestro Carlos V es un claro ejemplo) comenzaron a retirarse, en sus postreros años, a los conventos buscando a Dios entre los fogones, cuya divina presencia entre ellos ya nos aseguraba Santa Teresa entre éxtasis y éxtasis.
El paso de los siglos iría poniendo los refinamientos en la mesa. Los venecianos impondrían el tenedor, relegando al olvido la costumbre de pringarse las manos y chuparse los dedos, práctica a la cual y por fortuna, les confieso sinceramente, aún no hemos renunciado del todo.
Pero el pan, el vino y el aceite, en un afán de universalidad culinaria, no se quedaron ceñidos a la cuenca mediterránea, y aceptaron de buen agrado los frutos que vinieron de América. Qué hubiera sido de nuestras "pipirranas", de nuestros gazpachos, de nuestras salsas vinagretas, de nuestras ensaladas de verano, preludio de siestas en tiempos de siega y brindis al sol de botas de vino, sin el tomate, el pimiento y la patata que del Nuevo Mundo vinieron para descubrir los sabores de la Vieja Europa, del Mediterráneo antiguo, eternamente joven y nuevo.
Y también desde la extrema sencillez, el aceite de oliva virgen, sin más compañía que el ajo y la sal, ha hecho una patria común de sabores en el "all-i-oli", ingredientes que acrisolados en el cuenco del mortero de mármol o de loza, nunca de madera, ya se conociera en la vieja Roma, siendo desde entonces padre de todas las salsas, compañero reparador de carnes germanas y pescados mediterráneos, como nos viene a decir el viejo refrán coquinario: "A carne tiesa, salsa espesa".
Hoy en día hemos complicado tanto este asunto del comer, hemos adquirido tan pesadas responsabilidades en el entorno social --la imagen estilizada asociada al triunfo y al éxito, el trepidante ritmo de vida de las grandes urbes, el tener que comer a diario fuera de casa-- que nuestros más íntimos complejos han acabado marcándonos la pauta sobre la forma de alimentarnos. Hemos conseguido bifurcar dos conceptos esenciales a la hora de la ingesta: el comer bien y el comer sano, y con ello disociar dos conceptos que ya en el siglo XVIII comenzaron a intuirse necesariamente ligados por Anthelme Brillat-Savarin, aquel viejo magistrado francés, considerado como el mejor escritor de gastronomía, que pese a su gran apetito --acorde con su gran estatura y volumen bovino, según lo describían sus contemporáneos-- nos dejó su libro La fisiología del gusto, tal vez el trabajo más inteligente y espiritual que haya aportado a la cultura occidental la Gastronomía --con mayúscula—
Esta fatal disociación de conceptos nos ha llevado a identificar con la Gastronomía el comer bien --sobre todo para el paladar--, y con la Nutrición el comer sano. Siendo la cocina el arte de preparar los alimentos para ser comidos, y la Dietética la ciencia de combinar los alimentos de una forma saludable. Hemos reservado para Gastronomía la idea de menú --más en el ámbito de la cocina-- y para la Nutrición la de dieta --a todas luces en la órbita de la consulta médica--, con el desafortunado resultado que en la actualidad cuando oímos hablar de dieta automáticamente asociamos la comida con el hecho de estar enfermo.
La cultura tradicional, que sabe más de pasar por los fogones lo que les da su terruño, nos ha aportado la llamada dieta mediterránea surgida de la cocina que se avía en los pueblos del Mediterráneo, que no es en modo alguno una dieta para resolver casos particulares de alimentación, ni es fruto de una prescripción facultativa, siendo, más bien y ante todo, un sistema de alimentación saludable, de andar por casa, es decir, de diario, que nos ayuda a prevenir las llamadas enfermedades de nuestra civilización, con notable incidencias en las dolencias cardiovasculares. Es un estilo de comer donde el valor gustativo no tiene porque ser esclavo del nutritivo. En la cocina mediterránea se puede gozar de los sabores (gastronomía) sin tener que renunciar a una comida saludable (nutrición). La dieta mediterránea no nos exige sacrificios, como tantas y tantas absurdas dietas de adelgazamiento, sino prestar atención a lo que comemos y hacerlo, como suele decir un afamado cocinero en los medios de comunicación, con fundamento. Gozar en la mesa, como en otros tantos lugares, requiere una cadencia en el tiempo de una sucesión de elecciones previas. Vivir no es otra cosa que el arte de dar prioridades a la hora de elegir todo lo elegible que tenemos al alcance de la mano y de los sueños. Dispuestos pues a seleccionar, quedémonos con lo más grato al paladar que al mismo tiempo y de igual modo sea lo más saludable para nuestro organismo.
Este planteamiento que surge de forma natural y espontáneamente en las claves de la cocina mediterránea, es idealizado en la promoción mercantilista de la dieta mediterránea, siendo ello fruto de la necesidad endémica que tienen los pueblos sajones de sistematizarlo todo, de ahí que se haya dicho que la dieta mediterránea sea literalmente “un invento de los norteamericanos”, pues como es evidentemente, ningún pueblo, incluyendo el nuestro, es consciente de forma colectiva de si se nutre bien o mal.
Marvin Harris, desde su concepto materialista de la Antropología, esta interrelación entre cocina (preparar los alimentos para ser engullidos), gastronomía (disfrutar de los alimentos que se comen), dietética y nutrición (tendencias científicas hacía una alimentación sana más que placentera), la plantea según la teoría de moda, según la cual los hábitos alimentarios son accidentes de la historia que expresan o transmiten mensajes derivados de valores fundamentalmente arbitrarios, o en la mayoría de los casos creencias religiosas inexplicables.
Martín Lutero, que no era antropólogo, desde su pragmatismo de eterno descontento, ya nos había dicho al hilo de lo que tratamos de exponer, que “la medicina hace enfermos, la matemática gente triste, y la teología gente pecadora”, y estas tres disciplinas en su particular cruzada, sea dicha la verdad, contra la alegría que al ser humano le reporta alimentase, no han hecho otra cosa que propiciar en estos tiempos el nacimiento de algo tan atroz como la Teología de la nutrición, disciplina en la que la ciencia exacta aplicada a la salud nos genera nuevos tabúes alimenticios y renovados sentimientos de culpa, pero, sobre todo, está propiciando que resurja cada vez con mayor fuerza un nuevo tipo de enfermos: los llamados ortoréxicos, es decir, aquellos que padecen la enfermedad de una desmedida preocupación por no contraer enfermedades derivadas de su forma de comer. A los ortoréxicos solemos verlos los viernes por la tarde o los sábados por la mañana comprando en los grandes hipermercados, ataviados con un chandal y zapatillas de deportes, y sobre todo deteniéndose sin prisa a leer la letra pequeña de las etiquetas de todo cuanto compran. Los países del Mediterráneo, hoy en día tampoco somos ajenos a esta manifestación cultural de la llamada teología de la nutrición, y es por ello por lo que la traigo a colación aquí como un referente tal vez exagerado en el que no debe caer la cocina tradicional mediterránea.
Para Marvín Harris, en la onda de la teoría de moda, la comida tiene que ver poco con la nutrición. A fin de cuentas, comemos lo que comemos no porque sea conveniente, ni porque sea bueno para nosotros, ni porque sea práctico, ni tampoco porque sepa bien. Cuando examinamos el vasto ámbito de los simbolismos y representaciones culturales que intervienen en los hábitos alimentarios humanos, hemos de aceptar el hecho de que, en su mayor parte, son verdaderamente difíciles de atribuir a nada que no sea una coherencia intrínseca que es fundamentalmente arbitraria. La comida, por así decirlo, debe alimentar la mente colectiva antes de poder pasar a un estómago vacío. En la medida en que sea posible explicar las preferencias y aversiones dietéticas, la explicación habremos de buscarla no en la índole de los productos alimenticios, sino más bien en la estructura de pensamientos subyacentes del pueblo del que se trate, en este caso el conjunto de pueblos que habitan las riberas del Mediterráneo.
Hemos hablado del triunfo de la cocina mediterránea, tal vez porque hayamos planteado las relaciones entre dietética, cocina y gastronomía, como una lucha continua que nos enfrenta a las otras culturas, sobre todo a la que nos han traido las comidas rápidas, las de preparar y llevar, esas que llaman despiadadamente y con razón comida basura.
No nos llamemos a engaño, esto de alimentarse bien sin dejar de gozar de lo que se come, que de eso se trata, ya nos los plasmó, como ha quedado dicho, un hipotético Sancho Panza al poner en su boca toda una teoría culinaria labrada desde la gastrosofía popular que se ejerce a ras del terruño propio: "Pues sepa vuesa merced, mi señor Don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas”.

José María Suárez Gallego ©
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