_____ (A la memoria de mi buen amigo Diego Rojano.)
Se ha dicho, y lo he visto puesto en boca de algunos ilustres gastrósofos, que "hay que comer poco y bueno, pero de lo bueno mucho", reflexión que en su aparente contradicción nos introduce de lleno en el eterno dilema de si predomina en nuestros gustos más la calidad de lo que ingerimos que la cantidad de lo que --como suele decirse-- nos metemos entre pecho y espalda, o por el contrario preferimos llenar el estomago antes que satisfacer el paladar.
Los franceses esta cuestión la resuelven con dos adjetivos amparados por una notable tradición gastronómica: el gourmet es aquel a quien le gusta comer bien, el sibarita, mientras que el gourmand es quien disfruta comiendo mucho, el glotón, el tragón que llamaríamos por estas tierras.
La tapa en sí misma encierra por definición una pequeña porción de comida. Ya Cervantes, en El Quijote, hace referencia al hecho de tomarla antes de las principales comidas del día como "llamativos", es decir la que llama y excita la sed para beber --que él llama la colambre--: “Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.” (II, 66). Quevedo, por su parte, les daba el nombre de "avisillos", en diminutivo, pues no en vano avisaban en su pequeñez de la proximidad de la hora de comer en toda regla.
Debemos ver el tapeo como algo más que la réplica hispana –andaluza por excelencia-- a la forma de comer rápido que nos impone el ritmo de vida actual en las grandes ciudades, donde lo urgente es llenar la andorga cuanto antes para satisfacer la necesidad fisiológica de comer. La acción de tapear, del buen tapeo donde impera la calidad, pone de manifiesto una forma de vida en la que se comparte el espacio --a veces estrecho-- de la barra o el mostrador, en el que un codazo de proximidad se contesta casi siempre con una sonrisa, y donde participar en las improvisadas tertulias es un acto, ante todo, de libertad, sabiduría y respeto.
Fue un andaluz universal, Federico García Lorca, quien en su ya famosa conferencia sobre la “Teoría y juego del duende” nos recordó que todo artista cada vez que sube un peldaño en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel que guía y deslumbra, ni con una musa que huele a la fragancia de los laureles falsos. Los grandes artistas del sur, --de esta tierra sin ir mas lejos--, ya canten, ya bailen, ya pinten o ya toreen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.
La elegancia del tapeo, del arte de tapear, reside en la estética de su rito, apoyados en el balcón de la vida, que en eso y no en otra cosa se convierte el mostrador de una taberna cuando el duende se nos cuela en la cocina y hace de la gastronomia en miniatura --que son las tapas-- unas efimeras obras de arte, hechas para exaltar emociones de sabores más que para saciar simplemente el hambre.
Se ha dicho, y lo he visto puesto en boca de algunos ilustres gastrósofos, que "hay que comer poco y bueno, pero de lo bueno mucho", reflexión que en su aparente contradicción nos introduce de lleno en el eterno dilema de si predomina en nuestros gustos más la calidad de lo que ingerimos que la cantidad de lo que --como suele decirse-- nos metemos entre pecho y espalda, o por el contrario preferimos llenar el estomago antes que satisfacer el paladar.
Los franceses esta cuestión la resuelven con dos adjetivos amparados por una notable tradición gastronómica: el gourmet es aquel a quien le gusta comer bien, el sibarita, mientras que el gourmand es quien disfruta comiendo mucho, el glotón, el tragón que llamaríamos por estas tierras.
La tapa en sí misma encierra por definición una pequeña porción de comida. Ya Cervantes, en El Quijote, hace referencia al hecho de tomarla antes de las principales comidas del día como "llamativos", es decir la que llama y excita la sed para beber --que él llama la colambre--: “Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.” (II, 66). Quevedo, por su parte, les daba el nombre de "avisillos", en diminutivo, pues no en vano avisaban en su pequeñez de la proximidad de la hora de comer en toda regla.
Debemos ver el tapeo como algo más que la réplica hispana –andaluza por excelencia-- a la forma de comer rápido que nos impone el ritmo de vida actual en las grandes ciudades, donde lo urgente es llenar la andorga cuanto antes para satisfacer la necesidad fisiológica de comer. La acción de tapear, del buen tapeo donde impera la calidad, pone de manifiesto una forma de vida en la que se comparte el espacio --a veces estrecho-- de la barra o el mostrador, en el que un codazo de proximidad se contesta casi siempre con una sonrisa, y donde participar en las improvisadas tertulias es un acto, ante todo, de libertad, sabiduría y respeto.
Fue un andaluz universal, Federico García Lorca, quien en su ya famosa conferencia sobre la “Teoría y juego del duende” nos recordó que todo artista cada vez que sube un peldaño en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel que guía y deslumbra, ni con una musa que huele a la fragancia de los laureles falsos. Los grandes artistas del sur, --de esta tierra sin ir mas lejos--, ya canten, ya bailen, ya pinten o ya toreen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.
La elegancia del tapeo, del arte de tapear, reside en la estética de su rito, apoyados en el balcón de la vida, que en eso y no en otra cosa se convierte el mostrador de una taberna cuando el duende se nos cuela en la cocina y hace de la gastronomia en miniatura --que son las tapas-- unas efimeras obras de arte, hechas para exaltar emociones de sabores más que para saciar simplemente el hambre.
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