domingo, 16 de septiembre de 2007

Aspectos etnogastronómicos de las romerías

José María Suárez Gallego
Presidente de la Academia de Gastronomía y Cultura Tradicional del Alto Guadalquivir
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En nuestra cultura tradicional, del mismo modo que sucede en otras culturas no europeas, los símbolos forman un lenguaje cuya interpretación es fundamental para escudriñar hasta los últimos entresijos que guarda toda manifestación popular. En el sentido más amplio del concepto, toda romería encierra unos símbolos cuyas claves de lenguaje son ante todo manifiestamente festivas. En el fondo, y más evidentemente en la forma, podemos apreciar que toda fiesta popular, para que lo sea en toda su extensión, ha de contar con dos elementos esenciales: la alegría y la comida. Y, ya sea en las tierras de la cornisa cantábrica, en la meseta central, en las orillas levantinas del Mediterráneo, o en las tierras del sur, la verdad es que contamos con romerías de gran calado etnológico y antropológico que nos puedan servir de ejemplo de ello.
De una forma más didáctica y divulgativa que académica, y tomando las romerías marianas del sur de España como paradigma del resto de ellas, digamos que toda manifestación romera consta de tres etapas bien definidas: El camino hacia la Madre, el encuentro con la Madre, y el desmadre, dicho sea esto último en el sentido más amplio de los excesos y consiguiente pérdida de respeto a la “oficialidad” –ya sea eclesiástica o civil— de las normas establecidas.


El autor ayudando a Antonio Hernández a cocinar un arroz con carne el día de la romería de San Isidro en Guarromán

Efectivamente, en la mayoría de los santuarios la romería acaba en fiesta: es la desacralización del rito y la vuelta al mundo profano después de haber permanecido durante unos instantes en contacto con lo sagrado, el encuentro con la Madre, al que hacíamos alusión. Después del encuentro con lo sagrado los romeros se resarcen del camino penitencial que lleva hacia la Madre,comiendo, bebiendo y bailando.
Valga como botón de muestra un sólo ejemplo de lo que ha quedado escrito en el cancionero popular gallego:

“Miña nai e máis a túa
van xuntas na romería,
a túa estaba borracha,
a miña xa non si tiña”

[Mi madre y la tuya
van juntas de romería
la tuya estaba borracha,
la mía no se tenía]


Una conclusión de urgencia nos lleva a opinar que en estos casos festivos los extremos (penitencia y fiesta) no se contradicen en modo alguno, sino que se refuerzan mutuamente. La cultura tradicional ha sabido integrar secularmente todos los contrarios: a los periodos festivos siguen épocas de penitencia, a éstas de nuevo los festivos: al Carnaval sigue la Cuaresma, a ésta la Semana Santa, a esta última el estío festivo del que nos habla magistralmente Caro Baroja.
La alegría de la fiesta con sus comilonas y sus bailes no son, pues -como pudiera parecerles a primera vista a quienes profesan una cultura urbana- una muestra de la hipocresía de los romeros, sino una consecuencia lógica de cómo atajar los esfuerzos y los sufrimientos realizados durante el camino hasta llegar al santuario. Cervantes, por boca de Periandro, lo justifica así en una de sus obras: Las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.
Se entiende fácilmente que la romería se haya convertido en sinónimo de fiesta, pues no falta en ella ninguno de los tres pilares que la sostienen: la comida, la bebida y el baile.


"Chaparro de los músicos" en la Pradera de Piedra Rodadera donde se celebra la romería de San Isidro en Guarromán. (El autor con el trombón bajo)

En las romerías, sobre todo en las del sur que son las que tenemos más vividas y estudiadas, se distinguen dos tipos de cocina. De una parte, la que se prepara en la propia casa y se lleva a la romería para tomarla en ella o durante el trayecto. Está formada por platos elaborados siempre por las mujeres, viandas para tomar en frío, la mayoría de ellas carnes empanadas para que aguanten jugosas durante toda la jornada festiva. Adobos de carne, boquerones en vinagre, chacinas fritas, pipirranas, asadillas de pimientos, lomo de orza, queso en aceite, carne con pisto, y fiambres. Es lo que podríamos llamar la cocina de fiambrera apta para tomar durante el trayecto romero y en el prólogo y el epílogo de la fiesta, mientras se enciende el fuego por la mañana, o se preparan las brasas para la caída de la tarde, momento propicio y hora de tomar las chuletas a la brasa. Diferente es la comida que se elabora en el lugar donde tiene lugar la romería. Guisos que se preparan en caliente, en un fuego que se hace con la concurrencia de todos los asistentes, pues cada cuel simbólicamente aportanramitas de leña para su encendido. Arroces, calderetas de carne, “peroles” -sobre todo en Córdoba-, migas, son los guisos romeros por excelencia. En la archiconocida romería del Rocío se suele tomar, además de las tapitas de jamón, queso y langostinos, la llamada “caldereta del Condado”, oriunda del pueblo de Niebla. Incluso se puede llegar al caso en el que una romería se conozca más por lo que en ella de come que por el santo al que se venera, caso de la del del Cristo de Charcales, en Jaén, que es conocida popularmente como la “romería del Cristo del arroz” por ser éste el guiso que mayoritariamente preparan quienes a ella concurren.
Apreciamos que la mayoría de los guisos romeros andaluces que se preparan in situ, tienen la particularidad de estar cocinados por hombres. El español, generalmente fiel a la influenia de tradiciones de origen semitas (arábico-judáica) que cuenta en su cultura, es poco “cocinicas”, como suele decir la voz popular. Al español varón es difícil verlo cocinar, si no es el campo, o si no es la de cocinero la profesión con la que se gana el pan. Lógicamente, pueden contarse notables excepciones, pero no dejan de ser excepciones. El varón español no suele cocinar a menos que lo haga en el llamado fuego comunal.


Los miembros del Seminario de Historia y Cultura Tradicional "Margarita Folmerín", Gregorio Parra y Victor Sánchez, preparando la típica fritura de carne con ajillos en la romería de San Isidro en Guarromán.

Curiosamente, no hay que olvidar que ha sido en la cocina donde muchos procedimientos técnicos han visto la luz: los hornos, los instrumentos para moler y triturar, la fermentación alcohólica, los métodos de conservación, la extracción de líquidos por presión de los granos y las frutas. "Pero cuando estas técnicas salen de la cocina para entrar en los dominios de especialistas, pasan de las manos de las mujeres a las de los hombres", como nos afirma el antropólogo Marvin Harris.
La mujer cocinera y esposa en los pueblos más primitivos asume en su seno "las dos actividades centrales del dominio de lo doméstico, la cocina y la cópula", (es decir), "la comida y el matrimonio". Se establece entonces la diferencia secular entre la mujer y el hombre, de la que la cultura española y mediterránea enraizada en la hebrea y la musulmana no es ajena. La mujer y el hombre, en nuestra cultura latente, son diferentes incluso en su relación primordial con el elemento esencial para cocinar: el fuego.


Comida de romería que es preparada en la casa por las mujeres el día anterior a la fiesta

En las perspectivas psicoanalistas de Sigmun Freud podemos encontrar una posible explicación del porqué de este comportamiento. Freud nos lo describe en el capítulo sobre la conquista del fuego de su libro El Malestar en la Cultura, hablando de "... la sorprendente prohibición de orinar sobre las cenizas que rige entre los mongoles. La condición previa para la conquista del fuego habría sido la renuncia al placer de extinguirlo con el chorro de orina. No es el fuego lo que el hombre alberga en su tubofálico, sino, por el contrario, el medio para extinguir la llama, el líquido chorro de su orina"
En una nota aclaratoria, Freud se extiende sobre esta hipótesis y la relaciona, finalmente, con la fisiología femenina: "El hombre primitivo había tomado la costumbre de satisfacer en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro de su orina cada vez que lo encontraba en su camino. El primer hombre que renunció a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y someterlo a su servicio. Además, se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionado en el bogar, pues su constitución anatómica le impide ceder a la placentera tentación de extinguirlo"
Ante tal cita sólo nos queda proponerle al amable lector que repase el comportamiento de los participantes en un final festivo de romería en el campo. En un ambiente de campechanería --familiarmente llamado compadreo-- y relajo después de lo que hemos dado en llamar el “desmadre”, recordemos quiénes son siempre los encargados de apagar el fuego y cómo lo hacen la mayoría de las veces, orinando todos los varones sobre las ascuas. Parece como si Freud, a pesar del tiempo transcurrido desde su desaparición, no se hubiera perdido ninguna de nuestras romerías, y le diera la razón dialéctica al Periandro de la obra de Cervantes: “Las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión”. Y según hemos visto, también en las romerías. De nuevo en los recovecos de la lingüística y la semántica se esconden claves sexistas que la cultura popular, en sus juegos verbales, enuncia pero no explica: "Todo compadreo acaba siempre en un desmadre."



José María Suárez Gallego ©

miércoles, 12 de septiembre de 2007

¡Gooooordos y reooooondos!





¡Goooooooordos y reoooooooooondos!

Gritaba Felipe "el sordo" por las calles de mi pueblo en las mañanas de agosto vendiendo higos chumbos.

¿Quién los quieeeeeeere?

¡Goooooooordos y reoooooooooondos!



José María Suárez Gallego ©

El triunfo de la cocina del Mediterráneo

Comunicación presentada al IV Congreso Mundial de Gastronomía y el Vino celebrado en Sevilla en septiembre de 2002, integrada dentro de la Ponencia sobre el Aceite de Oliva presentada por los académicos de Jaén

José María Suárez Gallego
Miembro de la Academia Andaluza de Gastronomía y del Vino
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Es el gastrónomo a fin de cuentas aquel que hace de la buena mesa y la palabra dos amantes sempiternamente reconciliadas, pues con ambas sublima a la categoría de arte y pilar de la cultura la triste necesidad de tener que comer para vivir.
No es una casualidad de la Historia el feliz hecho de que fueran Grecia y Roma, respectivamente creadoras de la Filosofía y del Derecho, las que primero otorgaron patente de prestigio a una primera personalidad social culinaria, la del cocinero, capaz de hacer posible la reconciliación eterna del buen comer con la palabra. Justo es que nos paremos un instante a meditar, ahora que pretendemos hablar de cocina mediterránea, sobre la feliz coincidencia de que la Filosofía y el Derecho nacieran precisamente en los pueblos que supieron hacer de la parafernalia de reunirse a comer todo un arte.


Académicos de la Andaluza de Gastronomía por Jaén, miembros de la Ponencia sobre el Aceite de Oliva presentada en el IV Congreso Mundial de Gastronomía y el Vino celebrado en Sevilla el mes de septiembre de 2002

Griegos y romanos conforman junto a la influencia semita en las riberas del Mediterráneo, las patas culturales que sostienen las trébedes –en muchos sitios de Andalucía las llamamos castizamente las estrebes, termino más relajado y menos redicho que el que nos oficializa la Real Academia Española-- donde cuece desde hace siglos, y sigue cociendo a su amor, el puchero en el que se guisa y se avía la cocina mediterránea, que es tanto como decir el santo y seña y primer soporte de la cultura intercultural –y no siempre bien avenida-- del Mediterráneo.
El gran triunfo de la cocina mediterránea, no ha sido sólo alumbrar en la cultura sajona, envuelta en el celofán y los colorines de unas muy bien organizadas campañas de marketing, todo hay que decirlo, las bondades de la dieta mediterránea, sino por el contrario, la culinaria del Mediterráneo sigue siendo el acicate reivindicativo por el que se sigue practicando una cultura que además de para alimentarnos tres veces al día, como Dios manda, y como ya reivindicaba también la cultura china hace tres milenios, lo hagamos nutricionalmente bien y, sobre todo, gozando de ello, a modo y manera de como muy bien hubiera podido expresar uno de los mejores gastrónomos de la gramática parda que cabalga por nuestra cultura popular, el bueno de Sancho Panza: “Pues sepa vuesa merced, mi señor Don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas”. Y ese y no otro, apreciados grastronauta, es el triunfo de la cocina mediterránea, comer sano y con conocimiento, sin renunciar a los placeres --voluptuosos y hasta transgresores-- del paladar.

Pero no todo ha sido fácil en la andadura de la cocina mediterránea desde que griegos y romanos, por un lado, y semitas por otros, pusieron a cocer juntos –no siempre en armonía— sus pucheros, sus cazuelas y sus tajines. La historia posterior al descubrimiento de la Filosofía y el Derecho, nos traería a partir del siglo III el desplome del Imperio Romano, pero Atila, y por extensión todas las hordas de la cultura que los pueblos invadidos llamaron barbara, nos trajo la fusión de dos culturas culinarias antagónicas que ha dado lugar a lo que hoy conocemos como la cocina mediterránea que se cuece en el siglo en curso. La cultura latina, defensora del equilibrio entre viandas, y protectora del mundo vegetal surgido de la agricultura, y la cultura germánica que propugna el exceso alimentario y las viandas de la caza que nos provee el bosque.

Los latinos imaginaban el paraíso, el Edén, como un jardín con huerto exuberante de vegetales que además de admirarse podían comerse. Los bárbaros –dicho sea en la acepción más pura de extranjeros de la época—, por su parte, habían hecho del bosque que no pudieron conquistar las legiones romanas, el escenario de sus mitos, repletos de carne y cerveza que se consumía sin moderación. El mundo latino buscaba la exquisitez partiendo del trigo, la vid y el olivo. El entorno germánico pensaba en un enorme jabalí dorándose a las brasas en pleno bosque del que podían comer sin parar con abundante cerveza, o vino sin aguar.

De estas dos formas de entender la culinaria surgió nuestra cocina occidental, estructurada durante la Edad Media y el Renacimiento. Nació lo que hemos dado en llamar nuestra cocina mediterránea: aquella que se basa en una diversidad alimentaria surgida de la hábil combinación y sabia mezcla de las viandas, con la conjunción de los vegetales del huerto del paraíso latino, y la carne del mítico bosque germánico, juntos y revueltos en amorosa e idílica coyunda.

La llegada de aquellos extranjeros del norte que el imperio decadente llamó bárbaros, hizo posible al fin y a la postre, que la herencia de la cocina romana se custodiara, sublimándose, en los conventos medievales junto al latín. “In vino véritas” habremos de oír en los claustros monacales entre códices, lagares, oraciones de misacantanos y porqué no, entre eructos agradecidos de frailes goliardos.

El gran Carême, que fue en los comienzos del siglo XIX en Francia el cocinero de los reyes, al mismo tiempo que el rey de los cocineros, escribió a propósito del desmantelamiento por los bárbaros del norte de la cultura culinaria del Imperio Romano: "Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social". Fue entonces cuando la cocina se refugió en los conventos junto al latín del imperio caído, manteniéndose así hasta que no comenzó a presentirse el Renacimiento, momento en el que reyes y emperadores (nuestro Carlos V es un claro ejemplo) comenzaron a retirarse, en sus postreros años, a los conventos buscando a Dios entre los fogones, cuya divina presencia entre ellos ya nos aseguraba Santa Teresa entre éxtasis y éxtasis.

El paso de los siglos iría poniendo los refinamientos en la mesa. Los venecianos impondrían el tenedor, relegando al olvido la costumbre de pringarse las manos y chuparse los dedos, práctica a la cual y por fortuna, les confieso sinceramente, aún no hemos renunciado del todo.

Pero el pan, el vino y el aceite, en un afán de universalidad culinaria, no se quedaron ceñidos a la cuenca mediterránea, y aceptaron de buen agrado los frutos que vinieron de América. Qué hubiera sido de nuestras "pipirranas", de nuestros gazpachos, de nuestras salsas vinagretas, de nuestras ensaladas de verano, preludio de siestas en tiempos de siega y brindis al sol de botas de vino, sin el tomate, el pimiento y la patata que del Nuevo Mundo vinieron para descubrir los sabores de la Vieja Europa, del Mediterráneo antiguo, eternamente joven y nuevo.

Y también desde la extrema sencillez, el aceite de oliva virgen, sin más compañía que el ajo y la sal, ha hecho una patria común de sabores en el "all-i-oli", ingredientes que acrisolados en el cuenco del mortero de mármol o de loza, nunca de madera, ya se conociera en la vieja Roma, siendo desde entonces padre de todas las salsas, compañero reparador de carnes germanas y pescados mediterráneos, como nos viene a decir el viejo refrán coquinario: "A carne tiesa, salsa espesa".
Hoy en día hemos complicado tanto este asunto del comer, hemos adquirido tan pesadas responsabilidades en el entorno social --la imagen estilizada asociada al triunfo y al éxito, el trepidante ritmo de vida de las grandes urbes, el tener que comer a diario fuera de casa-- que nuestros más íntimos complejos han acabado marcándonos la pauta sobre la forma de alimentarnos. Hemos conseguido bifurcar dos conceptos esenciales a la hora de la ingesta: el comer bien y el comer sano, y con ello disociar dos conceptos que ya en el siglo XVIII comenzaron a intuirse necesariamente ligados por Anthelme Brillat-Savarin, aquel viejo magistrado francés, considerado como el mejor escritor de gastronomía, que pese a su gran apetito --acorde con su gran estatura y volumen bovino, según lo describían sus contemporáneos-- nos dejó su libro La fisiología del gusto, tal vez el trabajo más inteligente y espiritual que haya aportado a la cultura occidental la Gastronomía --con mayúscula—
Esta fatal disociación de conceptos nos ha llevado a identificar con la Gastronomía el comer bien --sobre todo para el paladar--, y con la Nutrición el comer sano. Siendo la cocina el arte de preparar los alimentos para ser comidos, y la Dietética la ciencia de combinar los alimentos de una forma saludable. Hemos reservado para Gastronomía la idea de menú --más en el ámbito de la cocina-- y para la Nutrición la de dieta --a todas luces en la órbita de la consulta médica--, con el desafortunado resultado que en la actualidad cuando oímos hablar de dieta automáticamente asociamos la comida con el hecho de estar enfermo.

La cultura tradicional, que sabe más de pasar por los fogones lo que les da su terruño, nos ha aportado la llamada dieta mediterránea surgida de la cocina que se avía en los pueblos del Mediterráneo, que no es en modo alguno una dieta para resolver casos particulares de alimentación, ni es fruto de una prescripción facultativa, siendo, más bien y ante todo, un sistema de alimentación saludable, de andar por casa, es decir, de diario, que nos ayuda a prevenir las llamadas enfermedades de nuestra civilización, con notable incidencias en las dolencias cardiovasculares. Es un estilo de comer donde el valor gustativo no tiene porque ser esclavo del nutritivo. En la cocina mediterránea se puede gozar de los sabores (gastronomía) sin tener que renunciar a una comida saludable (nutrición). La dieta mediterránea no nos exige sacrificios, como tantas y tantas absurdas dietas de adelgazamiento, sino prestar atención a lo que comemos y hacerlo, como suele decir un afamado cocinero en los medios de comunicación, con fundamento. Gozar en la mesa, como en otros tantos lugares, requiere una cadencia en el tiempo de una sucesión de elecciones previas. Vivir no es otra cosa que el arte de dar prioridades a la hora de elegir todo lo elegible que tenemos al alcance de la mano y de los sueños. Dispuestos pues a seleccionar, quedémonos con lo más grato al paladar que al mismo tiempo y de igual modo sea lo más saludable para nuestro organismo.

Este planteamiento que surge de forma natural y espontáneamente en las claves de la cocina mediterránea, es idealizado en la promoción mercantilista de la dieta mediterránea, siendo ello fruto de la necesidad endémica que tienen los pueblos sajones de sistematizarlo todo, de ahí que se haya dicho que la dieta mediterránea sea literalmente “un invento de los norteamericanos”, pues como es evidentemente, ningún pueblo, incluyendo el nuestro, es consciente de forma colectiva de si se nutre bien o mal.

Marvin Harris, desde su concepto materialista de la Antropología, esta interrelación entre cocina (preparar los alimentos para ser engullidos), gastronomía (disfrutar de los alimentos que se comen), dietética y nutrición (tendencias científicas hacía una alimentación sana más que placentera), la plantea según la teoría de moda, según la cual los hábitos alimentarios son accidentes de la historia que expresan o transmiten mensajes derivados de valores fundamentalmente arbitrarios, o en la mayoría de los casos creencias religiosas inexplicables.

Martín Lutero, que no era antropólogo, desde su pragmatismo de eterno descontento, ya nos había dicho al hilo de lo que tratamos de exponer, que “la medicina hace enfermos, la matemática gente triste, y la teología gente pecadora”, y estas tres disciplinas en su particular cruzada, sea dicha la verdad, contra la alegría que al ser humano le reporta alimentase, no han hecho otra cosa que propiciar en estos tiempos el nacimiento de algo tan atroz como la Teología de la nutrición, disciplina en la que la ciencia exacta aplicada a la salud nos genera nuevos tabúes alimenticios y renovados sentimientos de culpa, pero, sobre todo, está propiciando que resurja cada vez con mayor fuerza un nuevo tipo de enfermos: los llamados ortoréxicos, es decir, aquellos que padecen la enfermedad de una desmedida preocupación por no contraer enfermedades derivadas de su forma de comer. A los ortoréxicos solemos verlos los viernes por la tarde o los sábados por la mañana comprando en los grandes hipermercados, ataviados con un chandal y zapatillas de deportes, y sobre todo deteniéndose sin prisa a leer la letra pequeña de las etiquetas de todo cuanto compran. Los países del Mediterráneo, hoy en día tampoco somos ajenos a esta manifestación cultural de la llamada teología de la nutrición, y es por ello por lo que la traigo a colación aquí como un referente tal vez exagerado en el que no debe caer la cocina tradicional mediterránea.

Para Marvín Harris, en la onda de la teoría de moda, la comida tiene que ver poco con la nutrición. A fin de cuentas, comemos lo que comemos no porque sea conveniente, ni porque sea bueno para nosotros, ni porque sea práctico, ni tampoco porque sepa bien. Cuando examinamos el vasto ámbito de los simbolismos y representaciones culturales que intervienen en los hábitos alimentarios humanos, hemos de aceptar el hecho de que, en su mayor parte, son verdaderamente difíciles de atribuir a nada que no sea una coherencia intrínseca que es fundamentalmente arbitraria. La comida, por así decirlo, debe alimentar la mente colectiva antes de poder pasar a un estómago vacío. En la medida en que sea posible explicar las preferencias y aversiones dietéticas, la explicación habremos de buscarla no en la índole de los productos alimenticios, sino más bien en la estructura de pensamientos subyacentes del pueblo del que se trate, en este caso el conjunto de pueblos que habitan las riberas del Mediterráneo.

Hemos hablado del triunfo de la cocina mediterránea, tal vez porque hayamos planteado las relaciones entre dietética, cocina y gastronomía, como una lucha continua que nos enfrenta a las otras culturas, sobre todo a la que nos han traido las comidas rápidas, las de preparar y llevar, esas que llaman despiadadamente y con razón comida basura.

No nos llamemos a engaño, esto de alimentarse bien sin dejar de gozar de lo que se come, que de eso se trata, ya nos los plasmó, como ha quedado dicho, un hipotético Sancho Panza al poner en su boca toda una teoría culinaria labrada desde la gastrosofía popular que se ejerce a ras del terruño propio: "Pues sepa vuesa merced, mi señor Don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas”.



José María Suárez Gallego ©

lunes, 10 de septiembre de 2007

El aceite de oliva en El Quijote

José María Suárez Gallego ©

Maestre prior de la Orden de la Cuchara de Palo y presidente de la Academia de Gastronomía y Cultura Tradicional del Alto Guadalquivir
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Portada
INTRODUCCIÓN

La conmemoración este año del IV Centenario de la primera edición del Quijote, y el hecho de que Sierra Morena, lugar donde se encuentran Guarromán y el resto de las Nuevas Poblaciones, sea el escenario de varias de las aventuras que Cervantes les hace vivir al hidalgo manchego Alonso Quijano y a su vecino el modesto labriego Sancho Panza, nos da pie más que sobrado para que este trabajo de investigación, que anualmente acompaña como separata al programa municipal de festejos guarromanense, vaya dedicado esta edición a divulgar un aspecto tan peculiar como es la presencia del aceite de oliva en la que está considerada como la sátira más inteligente, mordaz y contundente jamás escrita sobre la España del periodo que une los siglos XVI y XVII.
Miguel de Cervantes ha tenido la habilidad de hacernos creer a los lectores de cuatro siglos que tanto don Quijote como su escudero Sancho son personajes reales, tal vez porque ha perfilado magistralmente en ellos los arquetipos de las dos obsesiones que inquietaban a las gentes de su época: El como cubrirse de gloria, y, sobre todo, el como quitarse el hambre de cada día.
Don Quijote y Sancho, óleo de Pedro Sobrado
Caballero y escudero, el uno cabalgando junto al otro, representan, ante todo, las aspiraciones secretas de no pocos españoles de todos los tiempos. Cervantes, escritor que no había alcanzado el éxito literario con sus novelas porque el público de su época prefería el teatro, comisario real de abastos rechazado en cuantos sitios pisaba, requisador del rey que acabó encarcelado, viajero a América frustrado, soldado de fortuna al que la batalla de Lepanto le mutiló un brazo, nos retrata en el entorno cotidiano de aquella sociedad marcada por los delirios de grandeza de unos, y por la escasez de viandas que llevarse a la boca para los más, una pareja de personajes tan extraña e irreal, y sin embargo creíble, como la formada por un loco hidalgo que rehabilita la vieja armadura medieval de su familia para hacer cierto lo que se cuenta en los libros de caballerías, y por un modesto labriego obeso y con poca sal en la mollera como Sancho Panza, que representa la antítesis por excelencia de todos los labriegos pobres de la época, más enjutos de carnes en la realidad que sobrados de arrobas.

La realidad que nos dibuja Miguel de Cervantes es que el Siglo de Oro de las artes, ante los ojos de hoy, fue también, lamentablemente, la Edad del Oro del hambre, en la que primaba una filosofía de supervivencia magníficamente definida en la afirmación que Sancho Panza, por boca de una de sus abuelas, hace en el capítulo de las Bodas de Camacho (parte II, capitulo 20) :

“Dos linajes solos hay en el mundo, […] que son el tener y el no tener”. (II,20)

Los pertenecientes al “no tener”, que eran la inmensa mayoría, preocupados siempre por lograr el sustento cotidiano. Los otros, los menos, los “del tener”, afanados en lograr una ansiada dignidad social que les permitiera vivir de las rentas sin tener que trabajar, como hacía la aristocracia y la jerarquía eclesiástica, aspiración ésta tan arraigada en el siglo XVI que hizo afirmar indignado a Alejo Venegas del Busto en su obra Agonía del tránsito de la muerte (Toledo 1538):

En sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay una abundancia de holgazanes y malas mujeres, de más de los vicios que a la ociosidad acompañan…”

El comportamiento del genuino hidalgo español acabaría siendo toda una expresión de una peculiar teoría del ocio caricaturizada en un Alonso Quijano cuya afición a la lectura de libros de caballerías lo lleva a convertirse en don Quijote de la Mancha, el caballero de la triste figura. Pero no es, precisamente, desde el prisma de la hidalga ociosidad desde el que pretendemos enfocar este estudio, sino desde la irrenunciable necesidad que los personajes del Quijote tienen de comer todos los días, cada cual en el ámbito de sus circunstancias, apurando las viandas que hay y recreándose con las que se sueñan.

El presente trabajo dedicado a la presencia del aceite de oliva en El Quijote forma parte de otro más amplio, en imprenta en estos días, titulado Mito y realidad de las pitanzas en las andanzas del Quijote, donde he tratado de exponer y analizar los aspectos culinarios y gastronómicos de la universal novela cervantina de la que este año celebramos el IV Centenario de su primera edición.



"Gigantes de viento", de Fabián Suárez Caballero



EL ACEITE COMO CONDIMENTO CULINARIO EN EL QUIJOTE

Durante el siglo XVI la circunstancia de comer tocino, beber vino y no hacer fritos con aceite de oliva, se convirtió en un signo manifiesto de ser cristiano viejo, de tal manera que el paladar de los castellanos, gallegos, asturianos y cántabros no estaba acostumbrado al sabor del aceite de oliva por encontrarlo recio y desagradable, usando para sus guisos básicamente las grasas del cerdo, que repugnaban tanto a musulmanes y judíos, como la frituras con aceite de éstos desagradaba a los cristianos. Valga como prueba de ello lo que sobre los judíos conversos escribe el bachiller Andrés Bernáldez, canónigo del arzobispo de Sevilla:

"Así eran tragones e comilitones, que nunca dexaron el comer a costunbre judaica de mangarejos e olletas de adefinas e mangarejos de cebollas e ajos refritos con aceite, e la carne guisaban con aceite, e lo echaban en lugar de tocino o de grosura, por escusar el tocino; e el aceite con la carne e cosas que guisan hacen muy mal oler el resuello, e así sus casas e puertas hedían muy mal a aquellos mangarejos; e ellos eso mismo tenían el olor de los judíos, por causa de los manjares, e de no ser baptizados [...]. No comían puerco sino en lugar forçoso." ("Historia de los reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, escrita por el bachiller Andrés Bernáldez", en 1513. Sevilla, Imp. J.M Geofrin, 1870).

Ante este panorama no nos ha de extrañar que de las diez veces que el aceite es citado en El Quijote por Cervantes sólo en una ocasión lo sea para referirse a él directamente como un ingrediente culinario. Precisamente lo es en la descripción de todo cuanto estaba preparado para festejar las bodas de Camacho:

“[…] y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.” (II-20).


A estas masas fritas se alude más tarde en el mismo capítulo como frutas de sartén, de tan notable presencia en la cocina judeo-árabe de la época, y que han llegado hasta nosotros como pestiños, borrachuelos, hojuelas y flores de Semana Santa.

De la importante presencia del aceite en la cultura culinaria hispanoárabe, sobre todo como agente principal de las frituras, nos da testimonio en el siglo X el filósofo, matemático y médico andalusí Ibn Rushd (1126-1198), más conocido en el mundo cristiano como Averroes, en su tratado Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb ("Libro sobre las generalidades de la Medicina"), en el que describe las sanas cualidades del aceite de oliva:

“Los alimentos condimentados con aceite son nutritivos, con tal que el aceite sea fresco y poco ácido [...] Cuando procede de aceitunas maduras y sanas, y sus propiedades no han sido alteradas artificialmente, puede ser asimilado perfectamente por la constitución humana [...] Por lo general es adecuada para el hombre toda la sustancia del aceite, por lo cual en nuestra tierra sólo se condimenta la carne con él, ya que éste es el mejor modo de atemperarla, al que llamamos, rehogo. He aquí como se hace: se toma el aceite y se vierte en la cazuela, colocándose enseguida la carne y añadiéndole agua caliente poco a poco, pero sin que llegue a hervir.”

Averroes culminará sus elogios al aceite cuando lo une culinariamente a los huevos, a los cuales les atribuía la capacidad de curarlo todo, desde los dolores oculares a las incómodas almorranas, descubriéndonos en sus comentarios las bondades de los populares huevos fritos:

"Los mejores huevos son los de las gallinas. Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre.”

Cervantes cita los huevos, ya sea en singular o en plural, catorce veces en El Quijote, tanto en la forma ortográfica más actual de “huevos”, como en la más arcaica y popular de “güevos”. Sólo en una de ellas hace alusión a los huevos fritos, y más que refiriéndose a una comida lo hace a modo de refrán o dicho popular:

“-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo.” (1,37)

La expresión “al freír de los huevos lo verá” la recoge Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, basando su origen en un cuento según el cual un pícaro robó una sartén en un mesón, pero al salir con ella escondida la mesonera le preguntó qué llevaba, a lo que el ladronzuelo le respondió con la frase en cuestión: “al freír de los huevos lo verá”, dándole a entender que sabría lo que es cuando viera para lo que servía. Es decir, refiriéndose al texto, Sancho pretende hacer ver a don Quijote que cuando el ventero se diera cuenta de los estropicios de su batalla con los cueros de vino, ya le pediría cuentas de ello, y él tendría que dárselas.
Los huevos son citados otras cuatro veces formando parte de refranes y dichos populares. Seis veces como plato culinario, de las cuales dos de ellas se refiere a los huevos con torreznos o con tocino, y una a los “huevos de pescado” que llaman “cavial”. Dos veces se hace mención a ellos para comparar tamaños, y una como reconstituyente para enfermos como puede comprobarse en la siguiente cita:

Vista exterior de un molino de La Mancha“La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del celebro, que, para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir.” (II,7)

De la siguiente cita deducimos que el tiempo que don Quijote estuvo reponiéndose en su casa entre la segunda y la tercera salida fue de casi un mes:

"Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura.” (II,1)

De los dos textos anteriores se desprende que don Quijote se sometió a una dieta de unos veinte huevos diarios –seiscientos repartidos en casi un mes--, siendo incapaces de delimitar por nuestra parte el umbral donde termina la realidad culinaria expuesta por Cervantes y donde comienza la exageración como recurso literario jocoso. De todas formas hemos de decir que los huevos con leche han sido tradicionalmente un reconstituyente de enfermos al que las madres de familia han recurrido con asiduidad. Aún recuerdo que hasta no hace muchas décadas, tanto a los niños como a los viejos, se nos daba en ayunas una yema de huevo sin batir flotando en vino para fortalecer el crecimiento de los primeros y como tónico vital para los segundos.
Los huevos con vino como un estimulante y un reconstituyente los vemos citados también en La Lozana Andaluza (1528), justamente en los preámbulos a una relación amorosa entre una cortesana y un paje:

“MADALENA.- ¡Estad quedo, así me ayude Dios! Más me sobajáis vos que un hombre grande. Por eso los pájaros no viven mucho. ¿Qué hacéis? ¿Todo ha de ser eso? Tomá, bebeos estos tres huevos, y sacaré del vino. Esperá, os lavaré todo con este vino griego que es sabroso como vos.” (Parte II, mamotreto XXV)


No deja de ser significativo la utilización del verbo beber para expresar cómo se habían de tomar estos huevos crudos y reconstituyentes, casi siempre, como hemos visto, batidos en leche o como yemas flotando en vino.
En cuanto a los huevos fritos, Luis Lobera de Ávila, quien fuera médico del emperador Carlos V y de la aristocracia más señera del reino, en su libro Banquete de Nobles Caballeros, aparecido en 1530, no hace referencia alguna a los huevos fritos, haciéndose eco, eso sí, de la opinión del médico y filósofo persa Avicenna (abu Ali al-Hussajn ibn Abdallah ibn al-Hussajn ibn Ali ibn Sina. 980-1037) según el cual la mejor manera de tomarlos es cocidos –lo que nosotros conocemos como “pasados por agua”--, o escalfados.Vieja friendo huevos, óleo de Velázquez (año 1618)
La escasa presencia de los huevos fritos en la dieta de los cristianos españoles del siglo XVI hizo posible que algunos llegaran a pensar que lo que en realidad está haciendo la mujer protagonista del conocido cuadro de Velásquez Vieja friendo huevos (1618) no es otra cosa que escalfarlos, más que freírlos, lo que llevó al profesor Gregorio Varela, presidente de la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covián 2000, a tener que demostrar durante la I Conferencia sobre la Fritura de Alimentos, celebrada en 1986, que lo que la popular vieja –presumiblemente la suegra del pintor— está haciendo en el cuadro es freír huevos con aceite, no suscitando duda alguna.



EL ACEITE, LUZ DE VIDA Y LLAMA DE CANDIL

Durante la Edad Media en la España cristiana el destino principal del aceite de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya fuera como santo óleo de unción o como combustible de candil. El aceite consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como sucede también ahora, debiendo durar todo el año y, en caso de que se agotase, sólo podía obtenerse más cantidad con el permiso expreso del obispo de la diócesis. También los candiles que ardían en los altares debían ser alimentados exclusivamente con aceite de oliva, utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Veamos algunas citas al respecto que aparecen en los textos bíblicos:

“Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa.” (Salmos 23:5)
“De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite.” (Isaías 1:6)
“Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.” (Marcos 6:13)
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.” (Santiago 5:14-15)

De la composición y preparación del sagrado óleo para ungir a los sacerdotes, los reyes y los ornamentos de culto, la Biblia nos da cuenta en el libro del Éxodo:

“El Señor habló así a Moisés: Consigue especies aromáticas de la mejor calidad: quinientos siclos [5’7 kg] de mirra pura, la mitad –o sea, doscientos cincuenta siclos [2’85 kg]– de cinamomo, doscientos cincuenta siclos [2’85 kg] de caña aromática [cáñamo o cannabis], quinientos siclos de casia [5’7 kg] [canela] –todo esto en siclos del Santuario– y un hin [3´6 litros] de aceite de oliva; y prepara con ellos una mezcla aromática, como lo sabe hacer el fabricante de perfumes. Este será el óleo para la unción sagrada. Con él deberás ungir la Carpa del Encuentro, el Arca del Testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el candelabro con sus accesorios, el altar de los perfumes, el altar de los holocaustos con todos sus accesorios y la fuente con su base. Así los consagrarás, y serán una cosa santísima. Todo aquello que los toque quedará consagrado. También ungirás a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás para que ejerzan mi sacerdocio. Luego hablarás a los israelitas: Esta es la unción sagrada para mí y de generación en generaciones. Este santo óleo no será derramado sobre el cuerpo de ningún hombre y no se hará ningún otro que tenga la misma composición. Es una cosa santa, y como tal deberán considerarlo. El que prepare una mezcla semejante o derrame el óleo sobre un extraño, será excluido de su pueblo.” (Éxodo 30: 22-33)

Según los arqueólogos la equivalencia del siclo del Santuario con la medida correspondiente de peso del Sistema Métrico Decimal oscila entre 11’17 gr y 12’21 gr, tomándose aquí el valor más comúnmente utilizado de 11’4 gr. Por su parte, el him o hin utilizado para expresar en la receta la cantidad de aceite equivale a unos 3’6 litros.
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en cultivo, obteniendo con ello la mayor producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.

Don Quijote, litografía de PicassoEn los monasterios se distribuía cada día entre los monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin despilfarro y sin codicia. Al respecto, una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara (1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento, encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio de su comunidad también llevó a cabo la santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo el aceite de oliva ha tenido que padecer verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo, alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla (560-636) glosará sus bondades.
A principios del siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo iniciado en la cultura oleícola hispanorromana, a la que seguiría una perdida de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín junto al conocimiento heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado de los Reyes Católico cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de estas plantas, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la base de la dieta alimenticia de andaluces, extremeños y manchegos.
Cervantes por boca del ventero que le sigue el juego a un don Quijote sin seso que quiere ser armado caballero en la venta que en su delirio toma por castillo, nos da la relación de todos los barrios de España donde se daban cita la flor y nata de todos los vagabundos, perdidos, pícaros y maleantes del país:

“El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones; y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él asimismo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando algunos pupilos, y, finalmente dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que a, lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía, y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.” (I-3)


Hagamos al respecto una puntualización como granadino, y es que Diego Clemencín (1765-1834) en sus notas del Quijote no ubica la Rondilla de Granada, diciéndonos que preguntados los más viejos, algunos de ellos centenarios --según nos dice--, nadie había oído hablar de ese lugar.Vista actual del lugar donde estuvo situada la Romanilla en Granada, a la sombra de la torre inacabada de su catedral
Creemos que Cervantes pudo transcribir mal el nombre, refiriéndose tal vez a la popular Romanilla, donde tradicionalmente estuvo ubicada la Lonja de los Mercaderes, lugar próximo a la plaza de Bib-Rambla y a la catedral, para cuya construcción hubo que destruir parte de la antigua Medina de Hisn Garnata. En La Romanilla se encontraba, hasta no hace muchos años, el tradicional mercado de pescados, carnes y verduras, que aún no había perdido el ambiente bullanguero de los zocos en los convivieron como pudieron las tres culturas, debiendo ser por tanto un lugar muy frecuentado por descuideros, pícaros y maleantes desde antaño.
Tal vez el escritor y viajero inglés Henrí Swinburne se refería a algunas de las tabernas existentes en estos barrios citados por Cervantes, o a alguna de las ventas de nuestros caminos, cuando en su viaje por España, llevado a cabo entre 1775 y 1776, presenció la siguiente escena costumbrista protagonizada por parroquianos de ventas y mesones:

“Se sirven del mismo aceite para alimentar los candiles, cocinar el potaje y aliñar la ensalada: en las ventas suelen dejar el candil sobre la mesa para que cada persona pueda coger la cantidad de aceite que necesite para su comida”


El escenario donde el escritor inglés del XVIII sitúa su peculiar escena gastronómica nos retrotrae a la venta que don Quijote toma por un castillo encantado, donde después de haber sido apaleados escudero y caballero, éste último recibe por su impertinencia un candilazo de un cuadrillero de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, más antigua que la que fundaron los Reyes Católicos a fines del siglo XV, y con muchas más facultades y privilegios de autoridad, comparable, salvando las distancias en el tiempo, con la Guardia Civil actual:

-Luego,¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.
-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.
-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Martirio de don Quijote, óleo del pintor Gabriel Flores
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el tintero?
-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis espaldas.
-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es bastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole:
-Pues, ¿cómo va, buen hombre?
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado;” (I,17)


Aparece aquí por primera vez en El Quijote el aceite como combustible para los candiles, y unas líneas más abajo, en el mismo capítulo, lo hará por dos veces formando parte del bálsamo que habría de remediar los efectos del candilazo del cuadrillero:

“Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo;” […] -Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra,” (I,17)

Galeno (130-216)Los cuatro componentes que le solicita Sancho al ventero para hacer el “salutísimo bálsamo”, romero, aceite, sal y vino, se corresponden cada uno de ellos con los cuatro humores que según la teoría de Hipócrates (460 aC-377 aC), recogida después por Galeno (130-216), y que sobrevivió hasta el mismo siglo XVII, componían la estructura orgánica del ser humano: la sangre, relacionada con el elemento aire y referida al temperamento sanguíneo; la bilis negra (atrabilis), concerniente al elemento tierra y referida al temperamento melancólico; la bilis amarilla, en concordancia con el fuego y referida al temperamento colérico; y la flema, relacionada con el agua y referida al temperamento flemático. La teoría de los cuatro humores fue conocida por Cervantes a través del Examen de ingenio para las ciencias del médico y filósofo de origen navarro pero afincado en Linares Juan Huarte de San Juan (1529-1588), editado en Baeza en 1575, siendo notable la influencia de este último en la elaboración del perfil psicológico que Cervantes hace del hidalgo don Quijote, puesta ya de manifiesto por Rafael Salillas en su obra Un gran inspirador de Cervantes. El doctor Juan Huarte y su Examen de Ingenios, (Madrid, 1905), hasta tal punto que Cervantes ya en la portada de su obra nos habla de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, siendo definido “el ingenioso” en el Examen de ingenios por Huarte de San Juan, como alguien “temperamental”, con algo de “ocurrente” y no lejos de “extravagante”.
Según esta teoría, se consideraba que un individuo estaba sano cuando tenía un equilibrio interno entre los cuatro humores y sus cualidades primarias, lo que permitía la seguridad de sus partes físicas.

Huarte de San JuanCuando este equilibrio se perturbaba se producía una enfermedad. Un desequilibrio humoral se generaba por la intervención del propio hombre o de su entorno y sus circunstancias, tales como la forma de vida y el tipo de trabajo, la alimentación sólida, la bebida y la actividad sexual. Se consideraba que el trastorno humoral podía ser en calidad o en cantidad, dando lugar a sustancias nocivas llamadas substancias pecantes, que debían ser eliminadas para lograr la curación. El tratamiento se basaba en el principio de contraria contrariis, esto es, basado en la creencía que entonces se tenía de que lo contrario curaba lo opuesto. Cada uno de los humores era caliente, frío, húmedo o seco; era por ello por lo que los médicos de la época recetaban medicinas frías para las enfermedades calientes y remedios secos contra las húmedas.
Al mismo tiempo que estas medidas terapéuticas, en la época cervantina, también se usaban otros procedimientos basados en poderes sobrenaturales. Los exorcismos se aplicaban con bastante asiduidad en el manejo de los trastornos mentales, la epilepsia o la impotencia, sustituyéndose en estos casos el médico por el sacerdote. Desde la Edad Media la creencia en los poderes curativos de las reliquias era generalizada, y entonces se rezaba a santos especiales para el alivio de padecimientos específicos, teniendo cada mal o enfermedad un santo o santa abogada de ello, costumbre que aun persiste en nuestra cultura tradicional.
Los médicos no practicaban la cirugía, que estaba en manos de los cirujanos, los cuales no asistían a las universidades, no hablaban latín y eran considerados gente burda y de clase inferior. Muchos de ellos eran itinerantes, yendo de una ciudad a otra operando hernias (de ahí que se les llamara también sacapotras o sanapotras, sobre todo de forma despectiva cuando no eran muy diestros en el oficio), extraían cálculos biliales o cataratas, lo que requería experiencia y habilidad quirúrgica, o bien curando heridas superficiales, abriendo abscesos de pus, componiendo fracturas y colocando huesos dislocados en su sitio. Sus principales competidores eran los barberos, que además de rasurar barbas y cortar el cabello vendían ungüentos, sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían enemas y hacían sangrados abriendo directamente las venas (flebotomías).


OTROS BÁLSAMOS CURATIVOS

También se utilizaría el aceite para darle cuerpo al famoso bálsamo con el que nuestro caballero andante es curado de las heridas que le produce uno de los gatos del Duque que pululaban por su aposento, confundido fatalmente por don Quijote con un maléfico encantador:

“Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzó a tirar estocadas por la reja y a decir a grandes voces:
-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones!
Y, volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno, viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces:
-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote de la Mancha!
Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin, el duque se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido;” (II,46).


La formula de este famoso como caro bálsamo del siglo XVI con el que fue curado don Quijote se debe a Aparicio de Zubia, estando compuesto por “aceite de oliva, hipérico, romero, lombrices de tierra, trementina, resina de enebro, incienso y almáciga en polvo”. Su alto precio debió dar lugar al dicho popular “ser tan caro como el aceite de Aparicio”. Se utilizaba como cicatrizante de úlceras y llagas, siendo sus resultados increíbles, tanto los terapéuticos para el enfermo, como los económicos para el inventor, que además de tremendamente popular se hizo rico.

Su ingrediente principal era el hipérico, planta que por su riqueza en taninos se utilizaba desde la Antigüedad como un eficaz cicatrizante, considerado como el antibiótico de la Edad Media por la gran importancia que tuvo en la curación de las heridas de guerra. En el siglo XVI fue denominado Hierba de las heridas y posteriormente Hierba militar. El aceite de hipérico, componente básico del aceite de Aparicio, se elaboraba dejando macerar 100 gr de hojas tiernas de esta planta en un litro de aceite de oliva durante mes y medio.
Puede sorprendernos desde los conocimientos actuales que en la fórmula del aceite de Aparicio aparezcan como ingredientes las lombrices de tierra. Al respecto hemos visto en la edición en castellano que su propio autor hizo en 1626 del Libro de los Secretos de Agricultura, Casa de Campo y Pastoril, de fray Miguel Agustín (1560-1630), prior del Temple de la villa de Perpignan, primera edición en catalán de 1617, una curiosa receta del aceite de lombrices que dice así:
“El aceyte de lombrices hareis tomando media libra de lombrices [algo menos de un cuarto de kg], y lavadlas muy bien con vino blanco; despues las hareis cocer con dos libras de aceyte [casi un kg de aceite], y vino tinto, hasta la consumación del vino; despues lo colareis, y exprimireis todo, y lo reservareis para ungir, que es remedio singularissimo para confortar los nervios frigidos, y para el dolor de la espina.” (pag. 238)


No menos interesante es la formula que en el mismo libro de fray Miguel Agustín se da para preparar el aceite de huevos, que además de como eficaz ungüento dermatológico servía para hacer renacer los pelos, según se nos dice literalmente:

“El aceyte de huevos hareis tomando dos docenas y media de ellos, y los hareis cocer hasta que esten duros, y tomareis las yemas, y las desmenuzareis entre las manos; despues las freireis en una sarten estañada, con poco fuego, meneandolas muy a menudo con una cuchara de madera, hasta tanto que se buelvan de color roxo, despues las apretareis con el reves de la cuchara, y saldrá aceyte en abundancia, y este aceyte es excelentissimo para quitar las manchas del pellejo, para sanar las costras, para hacer renacer los pelos, y para curar las ulceras afistoladas , y malignas. Algunos en la preparación de este aceyte no hacen cocer duros los huevos, sino que los frien casi crudos; despues por comprehensión en un vaso constriñido, de debaxo de una prensa, sacan aceyte.” (Pág. 239)


Cervantes, sin lugar a dudas, después de su experiencia como soldado y su participación en la batalla de Lepanto en 1571, donde le mutilaron un brazo, debió conocer por experiencia propia los efectos de los ungüentos sanadores, preparación medicamentosa vulneraria, es decir, que sirve para curar heridas y llagas, elaborada a base de ceras, resinas o grasas, como el aceite de oliva, de consistencia análoga a la manteca y que se licua al calor de la piel.

Estas experiencias sanatorias que debió conocer en propia carne, las traslado literariamente, como puede comprobarse, a las heridas y magulladuras que a don Quijote y a Sancho les traían sus aventuras, apareciéndonos el aceite de oliva en algunas de ellas, ya fuera como ingrediente de buena pitanza, según vimos en las Bodas de Camacho, como luz de candil que ilumina, o como remedio de una mala andanza.

En el Quijote se citan otros remedios curativos, como es el caso del ungüento blanco, al que hace mención Sancho cuando se dispone a curar a su caballero andante después de la pendencia con el vizcaíno:
“-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.” (I-10)


Curiosa, y premonitoria, es la clasificación de las aventuras que unas líneas antes hace don Quijote:
“-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos.” (I-10)


El ungüento blanco, al que hace referencia Sancho, estaba compuesto de manteca y carbonato de plomo pulverizado muy fino, que se empleaba como secante y cicatrizante.

Otras pomadas de la época cervantina que tenían entre sus ingredientes el aceite de oliva, eran el ungüento de basilicón, conocido también como ungüento amarillo o ungüento regio –de ahí su nombre--, se utilizaba como supurativo y estaba preparado a base de pez negra, resina de pino, cera amarilla y aceite de oliva. Y el ungüento de diaquilón, mezcla de aceite de oliva y emplasto de litargirio (óxido de plomo amarillento), utilizado para ablandar tumores.

Cervantes en el retrato atribuido a Juan de JáureguiCervantes debió conocer, e incluso haber utilizado, otros emplastos curativos como el ungüento de altea, compuesto de malvalisco --planta también conocida como altea y utilizada para ablandar durezas y tumores--, de cera amarilla, resina y trementina. Fue usado también para prevenir la anemia y las lombrices. El ungüento egipciaco, preparado con vinagre, miel y acetato de cobre, conocido popularmente este último por cardenillo, que es la materia verde azulada que se forma en los objetos de cobre o en aleaciones como el bronce, y que es muy tóxica si se ingiere. Se utilizaba para cauterizar heridas y para tratar ulceraciones de la córnea, y se empleó ya en la Edad Media para sanar los bubones de la peste. El ungüento de la madre Tecla, un supurativo preparado básicamente con litargirio --como en el ungüento de diaquilón--, manteca, sebo, cera y pez. Y el ungüento populeón, usado como calmante, hecho a base de yemas de álamo negro, manteca de cerdo, hojas de adormidera y belladona.
A algunos de estos productos, llevaran o no aceite de oliva entre sus ingredientes, debió referirse el ventero cuando le recomienda a don Quijote que haga como siempre hicieron los caballeros andantes, que tuvieron “por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse.” (I-3)

Don Quijote seguirá al pie de la letra las instrucciones dadas por su padrino de armas, el ventero, y si bien algunas veces, cuando se ve malherido, invoca a los sabios Lirgandeo y Alquife para que le ayuden, o a la no menos sabia Urganda para que le socorra, acabará afirmando que el caballero andante “ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure.” (II-18)



EL BÁLSAMO DE FIERABRÁS

Después de la “aventura de encrucijada”, como la denomina el propio don Quijote, que mantuvo con el vizcaíno, y en la que a resultas de la misma acabó sangrando por una oreja que Sancho Panza pretendía curar con el ungüento blanco, como hemos visto hace sólo unos párrafos, nuestro caballero andante vuelve a recurrir a su fantasía delirante para encontrar un remedio infalible que aplicarse, como es el bálsamo de Fierabrás:

“-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-Pecador de mí, replicó Sancho, ¿pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.” (I-10)


El gigante sarraceno Fierabrás a través de su famoso bálsamo aparece citado tres veces en el Quijote. Ello denota como Cervantes de forma divertida introduce en su historia un personaje de la literatura épica francesa perteneciente a los cantares de gesta relacionados con el Emperador Carlomagno y los Doce Pares de Francia, supuestamente leídos por don Quijote en sus noches de insomnio.

Fierabrás abatido por Oliveros

La historia del mítico y temido Fierabrás de Alejandría (“Fier-a-brás”, que significa “el de los fieros o feroces brazos”) nos cuenta como este gigante, de quien se dice que medía más de quince palmos (unos tres metros), hermano de la infanta Floripes e hijo del almirante sarraceno Balán, o Balante, soberano señor de las Españas, vino a buscar a su padre a Aspromante, donde se celebraba la gran junta de todos los reyes, soldanes, almirantes y sátrapas de los infieles, a fin de acabar con los cristianos, reinando después de muchas peripecias en España.

La leyenda de este bálsamo se lee en la Historia del Emperador Carlomagno, publicada en castellano por Nicolás de Piamonte y referida por Diego Clemencín en la nota 12 al capítulo décimo de la primera parte de su Quijote comentado. En ella se lee como Oliveros, uno de los Doce Pares de Francia, venció a Fierabrás, aplicándole éste a su vencedor el milagroso bálsamo dándole a beber un trago, y convirtiéndose después de la lucha al cristianismo:

“No puedes negar que tu cuerpo esté llagado [le decía Fierabrás a Oliveros], y decirte he como sanaras en un punto, aunque más llagas tuvieses. Llégate a mi caballo y hallarás dos barrilejos atados al arzón de la silla, llenos de bálsamo, que por fuerza de armas gané en Jerusalén; de este bálsamo fue embalsamado el cuerpo de tu Dios cuando le descendieron de la cruz y fue puesto en el sepulcro: y si de ello bebes, quedarás luego sano de tus heridas.

Ilustración de Fierabras, Lyon 1485En el discurso de la batalla, cortada la cadena de los barriles, cayeron éstos al suelo, y espantado con el ruido el caballo de Fierabrás, tuvo Oliveros ocasión de apearse y beber del bálsamo a su placer, y luego se sintió sano, ligero y dispuesto, como si nunca hubiera sido herido. Y de esto dio infinitas gracias a Dios, y dijo entre sí: ningún buen caballero debe pelear con esperanza de tales brebajes; y tomando entrambos barriles, los echó en un caudaloso río que cerca de allí pasaba, y fueron al fondo del agua. Y he leído en un libro auténtico de lengua toscana que habla de este Fierabrás de Alejandría, que todos los días de San Juan Evangelista parecen los dos barriles encima del agua, y no en otro tiempo. (Historia de Carlomagno, caps. XVII y XIX).



Las referencias que en los Evangelios se hace al bálsamo con el que fue ungido el cuerpo sin vida de Cristo varían según los evangelistas. Así San Juan, que es el más explicito, nos dice:

“Después de esto, José de Arimatea se presentó a Pilatos. Era discípulo de Jesús, pero no lo decía por miedo a los judíos. Pidió a Pilatos la autorización para retirar el cuerpo de Jesús y Pilatos se la concedió. Fue y retiró el cuerpo. También fue Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús, llevando unas cien libras [unos 32 kg] de mirra perfumada y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre de enterrar de los judíos”. (Evangelio de San Juan 19-38,40)


Las cien libras de mirra perfumada y aloe utilizadas, según las equivalencias de las medias de la época, son unos treinta y dos kilogramos, que aunque no se cita expresamente debieron estar mezclados con aceite de oliva como emulgente, según era costumbre.
San Mateo, al respecto, no hace mención sobre que el cadáver de Jesús fuera ungido. Se limita a decir:

“José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro nuevo que había hecho cavar en la roca.”( Evangelio de San Mateo 27-59,60)


Por su parte, San Marcos hace referencia a perfumes en general:

“Cuando pasó el sábado, Maria Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a ungirle” (Evangelio de San Marcos 16-1).


Y San Lucas, en la misma línea, sólo dice:

“Después volvieron y prepararon aromas y ungüento. Y el sábado reposaron según el precepto” (Evangelio de San Lucas 23-56).


No sabemos como don Quijote hubo de averiguar la receta del prodigioso bálsamo, pero de lo que no cabe dudas, a tenor del texto cervantino, es que era menos escrupuloso que el bueno de Oliveros, usándolo a discreción cuando le convenía. La preparación y los curiosos efectos que el pretendido bálsamo de Fierabrás elaborado a su mejor entender por don Quijote tienen en él mismo y en Sancho, nos son contados también por Cervantes:

“El ventero le proveyó de cuanto quiso [aceite, vino sal y romero], y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la hubo en la venta, se ,resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así don Quijote, le dijo:
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.
-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?” (I-17)


Los efectos que tanto en su cuerpo como en el de Sancho tuvo este sui generis bálsamo elaborado por don Quijote creyendo que estaba haciendo el de Fierabrás, no admiten mas comentarios. Pese a todo en el capítulo cuarenta y nueve de la primera parte don Quijote volverá a insistir en la veracidad de la historia de Fierabrás:

“¿Qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día?”(I-49)


Todos ellos, y los demás que se citan en esta conversación, personajes extraídos de los libros de caballerías y de los cantares de gesta medievales que don Quijote admitía como ciertos, creyéndoselos al pie de la letra.


OTRAS REFERENCIAS AL ACEITE EN EL QUIJOTE

Aparecerá también el aceite formando parte de las habilidades que se le reconocían a Crisóstomo, el pastor que por haber estudiado tenía amplios conocimientos de agricultura y astronomía, y que murió por los amores de la endiablaba moza Marcela:

“Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: «Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos, y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota».” (I,12)


Del mismo modo aparecerá el aceite en dos ocasiones con motivo de un refrán:


“Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.” (II-10) y “-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y esta que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.” (II,50)


Se le cita una vez como arma defensiva a utilizar ante la pretendida invasión de la ínsula que gobernaba Sancho:

“-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!” (II,53).


También, por último, el aceite es citado dentro de los cometidos que hacía la bella Dorotea en su hacienda, como era la administración de unos molinos de aceite:

“Y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas.” (I,28)


José María Suárez Gallego
Julio, 2005


Ilustración de portada: “Gigantes de viento” de Fabián Suárez Caballero

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FUENTES BIBLIOGRÁFICAS


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-- Edición dirigida por Francisco Rico. Galaxia Gutenberg-Circulo de lectores, 1998-2005
-- Edición comentada por Rudolph Shevill y Adolfo Bonilla y San Martín. Gráficas Reunidas. Madrid, 1928-1941.
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El rito de tapear

_____ (A la memoria de mi buen amigo Diego Rojano.)

Se ha dicho, y lo he visto puesto en boca de algunos ilustres gastrósofos, que "hay que comer poco y bueno, pero de lo bueno mucho", reflexión que en su aparente contradicción nos introduce de lleno en el eterno dilema de si predomina en nuestros gustos más la calidad de lo que ingerimos que la cantidad de lo que --como suele decirse-- nos metemos entre pecho y espalda, o por el contrario preferimos llenar el estomago antes que satisfacer el paladar.

Los franceses esta cuestión la resuelven con dos adjetivos amparados por una notable tradición gastronómica: el gourmet es aquel a quien le gusta comer bien, el sibarita, mientras que el gourmand es quien disfruta comiendo mucho, el glotón, el tragón que llamaríamos por estas tierras.

La tapa en sí misma encierra por definición una pequeña porción de comida. Ya Cervantes, en El Quijote, hace referencia al hecho de tomarla antes de las principales comidas del día como "llamativos", es decir la que llama y excita la sed para beber --que él llama la colambre--: “Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.” (II, 66). Quevedo, por su parte, les daba el nombre de "avisillos", en diminutivo, pues no en vano avisaban en su pequeñez de la proximidad de la hora de comer en toda regla.

Debemos ver el tapeo como algo más que la réplica hispana –andaluza por excelencia-- a la forma de comer rápido que nos impone el ritmo de vida actual en las grandes ciudades, donde lo urgente es llenar la andorga cuanto antes para satisfacer la necesidad fisiológica de comer. La acción de tapear, del buen tapeo donde impera la calidad, pone de manifiesto una forma de vida en la que se comparte el espacio --a veces estrecho-- de la barra o el mostrador, en el que un codazo de proximidad se contesta casi siempre con una sonrisa, y donde participar en las improvisadas tertulias es un acto, ante todo, de libertad, sabiduría y respeto.

Fue un andaluz universal, Federico García Lorca, quien en su ya famosa conferencia sobre la “Teoría y juego del duende” nos recordó que todo artista cada vez que sube un peldaño en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel que guía y deslumbra, ni con una musa que huele a la fragancia de los laureles falsos. Los grandes artistas del sur, --de esta tierra sin ir mas lejos--, ya canten, ya bailen, ya pinten o ya toreen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.

La elegancia del tapeo, del arte de tapear, reside en la estética de su rito, apoyados en el balcón de la vida, que en eso y no en otra cosa se convierte el mostrador de una taberna cuando el duende se nos cuela en la cocina y hace de la gastronomia en miniatura --que son las tapas-- unas efimeras obras de arte, hechas para exaltar emociones de sabores más que para saciar simplemente el hambre.


domingo, 9 de septiembre de 2007

Aceitunas "aliñás"



No todas las aceitunas que producen los más de sesenta y cinco millones de olivos de la provincia de Jaén se utilizan para la extracción de aceite. Tradicionalmente los agricultores jiennenses, llegado el otoño, recogen en plan familiar las llamadas “aceitunas de verdeo” para aliñarlas de diversas maneras.

De las varias formas que existen para prepararlas, a cual más artesanal, sobresalen dos, siendo éstas las que mayoritariamente preparan los olivareros de estas tierras para su consumo como aperitivo: Las “aceitunas machacadas”, y las “verdes rajadas” . A través de sus respectivas recetas tradicionales podemos apreciar lo que constituye todo un rito gastronómico, aún vigente en prácticamente todos los pueblos de Jaén:



Aceitunas machacadas o “machacás”: Poner las aceitunas, una vez machacadas de un golpe con una maza de madera, en una orza o tinaja con agua que las cubra. Se tienen así durante 24 horas y, a partir de entonces se les tira y se les renueva el agua una vez al día, durante los diez siguientes, más o menos, hasta que pierdan el sabor amargo. Cuantas más veces se les cambie el agua, antes perderán el amargor, momento en el que ya están preparadas para ponerles el aliño. Para ello, por cada diez Kg. de aceitunas, prepararemos una muñequilla, o bolsita, con un trozo de tela blanca, en la pondremos dos cabezas de ajos pelados y machacados, tres cucharadas de pimentón dulce, un bote (tamaño especiero) de orégano, 1/2 bote (tamaño especiero) de tomillo, y tres cucharadas de sal gorda. Se ata la tela en forma de bolsa y se sumerge en el agua con las aceitunas. Por último echamos vinagre según gusto.
La variedad que primero se prepara de este tipo es la de cornezuelo, que es la más temprana, y una de las más apreciadas. Estas aceitunas se irán consumiendo durante el otoño y la primera parte del invierno.





Aceitunas verdes rajadas o “rajás”: Se lavan las aceitunas y se les hacen tres o cuatro incisiones a lo largo de ellas con un cuchillo, o bien se van pasando una a una por los agujeros provistos de cuchillas que tienen unas tablas ya preparadas para tal efecto. Se colocan en una orza cubiertas de agua que se habrá de cambiar diariamente hasta que pierdan el amargor característico. Normalmente entre diez y quince días. Entonces las aliñaremos de la siguiente manera: Por cada 5 kilos de aceitunas dispondremos de una rama de tomillo, dos cucharadas de orégano, dos hojas de laurel, unos tallos de hinojo, un limón, sal y una cabeza de ajos. Para su preparación echaremos en un recipiente con agua hirviendo el tomillo, el hinojo, el laurel y la sal. Se deja cocer todo durante diez minutos y se retira del fuego. Se añade entonces el limón hecho cuartos. Los ajos se golpean con un mazo y también se echan en el recipiente. Cuando se haya enfriado todo, se vierte el aliño sobre las aceitunas y se termina de llenar el recipiente con agua fría hasta que queden cubiertas. Normalmente pasada una semana estarán listas para tomar.
Estas aceitunas empiezan a consumirse a finales de invierno, y para conservarlas mejor las tendremos en una orza en el sitio más fresco de la casa.




Transcribimos otras recetas, respetando su redacción original, de un Adobo de aceitunas, perteneciente a un recetario editado en 1767, el mismo año en que Guarromán vio la luz como pueblo, en tiempos de Carlos III.



Cogerás las Aceytunas de el Arbol, quando veas alguna morada , que es indicio tienen el gruesso, que pueden. tener, y darás quatro, o cinco cuchilladas a cada una, ponlas en agua dulce, mudándola de dos a dos días, hasta. que todas se hundan en el agua: dispondrás un adobo de agua, y sal, y quando hayan tomado del agua , y sal , toma una vasija. de medio cántaro , llénala de Aceytunas poniendo ruedas de limón , hojas de laurel , y olivo , e hinojo; llénala de la. misma agua de las Aceytunas, y ponle un poco de canela, y clavillo, y la mitad de pimienta, un poco de azafrán, todo deshecho con el mismo adobo. Nota, que el adobo de las especias no dura mucho tiempo, porque se pone agrio con los limones, por esso han de componer pocas de una vez, y acabadas aquellas, compondrás otras del modo dicho, para esto puedes tenerlas todo el año en agua, y sal, irás sacando, y componiendo: Advierte, que las Aceytunas, despues del dia, que las pones en agua, han de estar cubiertas, porque de lo contrario se pierden.

Otras Aceytunas mas fáciles compondrás assi: Recien cogidas, escogerás las mas gruessas para enteras y como no esten dañadas, las pondrás, si puedes , en vidrio con agua, y sal, en piedra, con. abundancia, que queden bien sabrosas: de este modo, sin tocarlas, se conser-varán codo el año; las menudas, y tacadas partirás; si se han de gastar luego, cocerás el adobo con hinojo y tomillo, hojas de laurel, cáscos de naranja, cabezas de ajos machacados, que sepan bien á sal; este adobo frio echarás sobre las Aceytunas; pero no las podrás conser-var sino un mes y poco mas, ó menos. Si quieres conservarlas mas tiempo, pondrás las Aceytunas con agua, y sal, un puñado de hinojo, dos matas de tomillo , cascos de naranja, y assi se conservaran dos, y tres meses. Antes de echar el adobo á las partidas, las mudarás de agua nueve dias, para que pierdan las actividad, y fortaleza del verdor.




El libro, al que pertenecen, no es otro que el que lleva por título: “Nuevo arte de cocina, sacado de la Escuela de la Experiencia Económica”, de Juan de Altamiras, o Altimiras, un fraile lego que actuaba de cocinero en el convento de San Diego, en Aragón. Su primera edición data de 1747.

De él disponemos un ejemplar facsímil de la edición de 1767, precisamente el año en que se funda Guarromán y el resto de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, del que iremos reproduciendo algunas recetas que muy bien pudieron estar a tono con los platos a los que aquellos colonos centroeuropeos tuvieron que acostumbrar el paladar.



El vendedor de aliños con su mercancia de hinojo y tomillo recogidos en la sierra, recorre las calles de Guarromán voceando su mercancia.



Manojos de hinojo y tomillo para aderezar aceitunas que lleva en la caja de su bicicleta el vendedor de aliños.


José María Suárez Gallego ©

La unión hace la fuerza... en rodajas.


La unión hace la fuerza siempre que no se la haga rodajas. De todas formas trataré de ir reuniendo en Gastrópolis los trabajos y artículos dedicados a la gastronomía, manteniendo vigente y en funcionamiento la web http://cronistadeguarroman.bitacoras.com para el resto de los temas tratados.